El Pintor



Por las estrechas callecitas resonaban los pasos de Ernesto. Esa tarde gris plomo observaba la aldea como si no la conociera. Allí había crecido. Pero se sentía un extraño.
Los adoquines descansaban lisos sobre la tierra de los siglos. Las pequeñas ventanas apenas dejaban entrever algo de luz temblorosa. Vahos de comidas caseras mezclados con ecos de voces familiares se escapaban del corazón de las casas. Ernesto vivía en silencio. Pintaba.
No les encontraba sentido a las fiestas que se celebraban ahí pero tampoco soportaba su soledad. Se encerraba en su atelier a pintar y sólo en sus pinceladas sentía alivio. Pintaba retratos que nacían de su imaginación. Eran como mapas de almas sufrientes de hombres y mujeres jóvenes, con rasgos delicados y suaves. A veces creía que Satán era el que guiaba su mano; los vecinos afirmaban eso, ya que no pintaba imágenes religiosas. Era un vanguardista en la Edad Media. El artista era ermitaño porque la gente se apartaba de los que no seguían al rebaño guiado por Dios. Como si fueran jueces, los piadosos se cruzaban comentarios de desaprobación y no les dirigían la palabra. Los consideraban brujas o demonios.
Ernesto oyó música sacra. Un cántico gregoriano que rebotaba en las paredes de la solemne catedral a la que entró después de mucho tiempo de ausencia. Esas voces y las altísimas bóvedas ojivales; esas paredes desnudas cortadas por angostos vitrales de mil colores, por un momento lo elevaron. Un grupo de mujeres lo miró con desconfianza, persignándose. Antes de salir Ernesto se despidió de la Virgen, prendiéndole un cirio. Debía dejar ese lugar definitivamente. Ya se sentía lejos pero quería distanciarse más. No quería ver a nadie.
Sus pasos no se detuvieron nunca. El camino polvoriento copiaba las ondulaciones de sembradíos y pasturas. Se serenó un poco. De pronto vio en el cielo una gigantesca ola negra.
El vendaval embistió sus ropas. Pesadas gotas despertaron el olor de la tierra. Le dolieron esas gotas como si lo estuvieran apedreando. Abrumado, sentía que sus pies descalzos se hundían en una masa espesa, que se ensañaba con su voluntad. Se le hacía tan difícil avanzar que iba cada vez más lento, hasta que resbaló y cayó de rodillas. Tomando puñados de barro que se le escurrían entre sus dedos, levantó los brazos al cielo y sintió el impulso de crear con ese barro al ser que había pintado el día anterior, de ojos almendrados y perfecto. Se había fascinado con su belleza. Quería que fuese de carne y hueso.
Un relámpago pareció reírse de él.
A la mañana siguiente, un juglar que se acercaba a la aldea, con las agujas de la Catedral gótica a la vista, encontró el cuerpo fulminado de Ernesto.
De rodillas. Con los puños cerrados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario